Transparencia

Transparencia: una revolución pendiente

La falta de transparencia en las cuentas públicas refleja, aunque nos duela admitirlo, la inmadurez de nuestra cultura democrática

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23
diciembre
2014

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Éramos uno de los pocos países de Europa en los que no existía una Ley de Transparencia. Al fin la tenemos sobre la mesa: es un avance importante, qué duda cabe, pero desde su nacimiento la ley se nos queda corta. Para aliviar el oscurantismo institucional y en medio de una gran presión social, el Gobierno de Mariano Rajoy enseña tímidamente las piernas pero se cura, no por pudor si no por estrategia, de que le veamos las vergüenzas.

El carnaval de corruptelas y clientelismo al que hemos asistido estos últimos años solo se entiende desde el interior de una casa, España, en la que muchas de sus principales estancias se quedaron a oscuras, ciegas, sin ventanas al exterior que dejaran que la luz entrase y permitiese limpiarlas como es debido. El secretismo siempre sirve de refugio a la impunidad y la impostura se ha movido a sus anchas trazando sobre el ruedo ibérico espejismos de cleptocracia. Un ejemplo, delirante, de hasta dónde llegó el despropósito es que los partidos políticos pudieron recibir donaciones anónimas durante décadas. Y aquí nadie decía nada.

La falta de transparencia en las cuentas públicas refleja, aunque nos duela admitirlo, la inmadurez de nuestra cultura democrática. Esto de la transparencia no consiste en ir en pelota picada por la vida, que hay meses en los que el frío se mete en los huesos y no hay quién demonios lo saque, ni en una coña marinera para metafísicos dispuestos a salvar el sistema. La transparencia es el control de calidad que el ciudadano –como fuente de la soberanía popular– tiene que poder ejercer; la prueba del algodón del Estado de derecho y un mínimo imprescindible en la (hoy tan torcida) relación entre representantes y representados. Tras estos años en los que las dificultades, los recortes y los escándalos dieron con la ecuación esférica y asamblearia de los indignados, la transparencia se nos aparece también, junto con el fin de la impunidad de los corruptos, como un salvoconducto para la recuperación de la confianza. La transparencia –no convirtamos esta palabra en un nuevo y estéril tantra– no es un artilugio para exacerbar el morbo de la gente a través de la insidiosa comparación de nóminas y salarios, aunque estas noticias aparezcan en los pódiums de la prensa digital como las más leídas. La transparencia consiste en crear mecanismos ágiles y eficaces para llevar a cabo un escrutinio sano que nos permita a todos tener las cuentas claras. No es otra cosa que saber qué hacen los servidores públicos con los recursos que entre todos aportamos o poder acceder, por ejemplo, a la información que nos explica por qué se ha firmado un determinado contrato.

¿Por qué la nueva ley excluye durante un año la transparencia de las comunidades autónomas y de los ayuntamientos? ¿Por qué el portal que han lanzado (transparencia.gob.es) no permite que los viajes de altos cargos y parlamentarios pagados por el erario estén a disposición del ciudadano? ¿Por qué el Consejo de Transparencia no es un órgano independiente, si no que está vinculado al Ministerio de Hacienda? ¿Cuánto tiempo ha de pasar para que dicho Consejo eche a andar? Ha llegado el momento de reformar esta gran casa, manteniendo los cimientos y su fachada, pero rehabilitándola a fondo por dentro. Y abriendo muchas más ventanas.

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